Y como en todas las historias de amor, porque esta es una historia de amor, no puede haber dos sin tres. Y la tercera protagonista, el tercer ser que apareció junto con el agua y el sol era ni más ni menos que la Luna. La Luna era coqueta y caprichosa. Misteriosa y escondidiza como la misma noche en la que se movía. Reinaba sobre las estrellas y sobre la oscuridad, y creia por tanto ser la reina del universo, puesto que no conocía nada más. La Luna no sabía de la existencia del día, del sol, de la vida... para ella todo se dividia entre la oscuridad y su luz. No es de extrañar por tanto que pecara de vanidad y orgullo y una pizca de ignorancia.
La Luna también permanecía siempre alejada de la tierra. Bien sabía ella lo hermosa que era en la distancia... la perfección de su circumferencia y la pureza de su blancura... pero, ¡ay! del que se acercara a verla... Porque la Luna era imperfecta: su superficie estaba marcada por sendas cicatrices y su color oscurecia hasta el punto de descubrirse que de ella no manaba luz alguna. Y así vivia, ocultandose y mostrándose eternamente...
Y así la Luna, viéndose tan bella reflejada en el agua estancada de los lagos, tan viva reflejándose en el agua corriendo por los rios, tan salvaje reflejándose en las olas que rompen contra las rocas, tan efímera escondida tras la fina lluvia que cae... no pudo menos que fijarse en el agua y creer que la amaba. En realidad la Luna sólo podía amarse a ella misma y a su reflejo...