"...DÓNDE ENTRO SI ESTOY SOLA ..." * Lo DeMáS sOn PaLaBrAs tAn SoLo PaLaBrAs *

jueves, 17 de febrero de 2011

DIECISIETE CODAZOS DESPUÉS

(Opcional para escuchar mientras leeis --> http://www.youtube.com/watch?v=QfhEKpFiepM)


El taxi paró justo enfrente de la sala de fiestas dónde trabajaba Carlos. ‘15 con 20 céntimos’, dijo el taxista secamente sin tan siquiera girar la cabeza. En la acera ya había dos jovencitas ataviadas con minifaldas y abriguitos, esperando para subir. Carlos rebuscó en sus bolsillos algo de dinero suelto, pues de todos es sabido que los taxistas son reacios a dar cambio, pero no encontró. Así que, vergonzosamente, tuvo que alargar el brazo sujetando un billete de 50 euros y esperando la sempiterna preguntita: ‘¿No tienes nada más pequeño?’. Pero, esta vez, el taxista no dijo nada. Le devolvió los 34 euros con 80 céntimos que le correspondían, y Carlos, sin comprobar el cambio, metió los billetes arrugados y las monedas en su bolsillo trasero del pantalón y salió disparado como una flecha. Las dos chicas subieron rápidamente y el taxi arrancó sonoramente. El taxista estaba de buen humor.

Carlos se dirigió a la puerta trasera del local, por dónde entraban los trabajadores. Las monedas le pesaban en el pantalón y hacían un tintineante sonido al caminar. Subió las oscuras escaleras negras y empinadas y llegó hasta el guardarropa. Hacía frío y estaba desierto. Eran las 20:30h y su turno no empezaba hasta dentro de media hora. Toc, toc. Alguien llamó a la puerta. Carlos abrió. Jeannette, una de las camareras del local, se abalanzó sobre él, tirándolo al suelo del pequeño cubículo. Las monedas que minutos antes le había devuelto el taxista, se desparramaron por el suelo con un ruido metálico. Ya las recogería después… después… ahora mismo… sólo tenía manos para Jeannette… Carlos estaba enamorado de Jeannette.

Las 21:16h. La gente empezaba a llenar el local. La cola del guardarropa era ya considerable. Carlos y Javier, vestidos de negro de la cabeza a los pies, no daban abasto con todos los bolsos, abrigos, chaquetas y demás. Carlos, de vez en cuando, aún reconocía el perfume de Jeannette en algún rincón de la estancia y sonreía. Javier, nuevo en el local, encontró una moneda de un euro, semi-escondida bajo el mostrador. Carlos sintió un repentino impulso de gritar: ‘¡Eh, es mía!’ Pero se contuvo y siguió trabajando. Javier se agachó a recoger la moneda, la guardó en la palma de su mano y mentalmente pensó: a la próxima chica con una bonita sonrisa, le daré esta moneda con el cambio. A Javier le gustaban estos jueguecitos, le hacían pasar mejor la noche. Y le gustaban las chicas con bonitas sonrisas. Y le gustaba inventar historias sobre las cientos de personas que por allí transitaban todos los días. Javier soñaba con ser escritor.

Era mi turno, por fin, después de 10 interminables minutos en la cola del guardarropa. Estaba allí con el bolso y el abrigo en una mano y el billete de 5 euros en la otra, ya medio pegado a mí mano a causa del sudor. Estaba nerviosa. Aquella noche tocaba en directo mi cantautor preferido y temía que mientras yo aguardaba mi turno para deshacerme de aquel peso muerto que colgaba de mi brazo izquierdo, los mejores sitios del local se fueran ocupando. Me acerqué sonriente a un joven rubio, vestido de negro, y le alargué mis cosas por encima del mostrador. Las cogió el vuelo con una mano, mientras con la otra recogía mi billete de 5 euros y me devolvía una moneda caliente y también sudada. Me miró con curiosidad, como esperando a que algo sucediera… pero yo simplemente me giré sin decir nada, ansiosa por salir de aquel pequeño zulo, mientras dejaba caer aquella monedita al fondo del bolsillo de mi minifalda vaquera. Yo necesitaba beberme una cerveza.

Sonaban los primeros acordes en una guitarra acústica que me resultaba muy familiar. Mientras, bajaba las peligrosas y asfixiantes escaleras negras desde el guardarropa hasta la pista central de la sala. Dando codazos sin compasión, logré llegar hasta la barra más cercana al escenario. Reconocí al instante las primeras frases de aquella canción que sonaba y la cálida voz de Leo. Estiré el cuello para ver, al menos, a cuantos codazos más estaba de mí la primera fila. Impaciente, jugueteaba con la moneda que me había dado el chico del guardarropa, haciéndola sonar contra el cristal de la barra, a la espera de que aquella camarera estúpida, ataviada con un corsé rojo, se dignara a servirme la cerveza que le había pedido. Se acercó. ‘Soy Jeannette. ¿Qué querías… guapa?’, dijo cómo si no me conociera… ‘Te he pedido una cerveza hace un buen rato... y me estoy perdiendo el concierto de mi…’. Dicho y hecho. Yo, cerveza en mano, y Jeannette con mi euro en su escote. Jeannette me odiaba. Y yo odiaba a Jeannette.

Exactamente diecisiete codazos después, allí estaba yo, en primerísima fila, tarareando palabra a palabra todas y cada una de las canciones, con la cerveza en una mano y el iPhone en la otra, grabándolo todo. Hora y media más tarde, no me había dado ni cuenta, pero la muchedumbre allí congregada, me había ido empujando disimuladamente hacía el lado izquierdo de la sala y mi visión privilegiada había empezado a verse afectada. Tuve que conformarme con escuchar las últimas canciones desde el lateral, apoyada en una columna. Jeannette me observaba desde detrás de la barra. Jeannette estaba enamorada de Leo.

 
Tras la última canción, Leo se despidió de su público, desenchufó su guitarra y bajó las escaleritas del escenario desapareciendo rápidamente. Para mi sorpresa, volvió a reaparecer a los pocos minutos tras una puerta camuflada justo al lado de mi columna-refugio. Me giré, y allí estaba sonriéndome burlón. ‘¿No te ha gustado el concierto?’, dijo mientras se acercaba para besarme. Yo me aparté a tiempo de esquivarle, y divertida, le solté: ‘La próxima vez, o me consigues un pase VIP o no vengo a verte…’. Ambos reímos y nos besamos. ‘Venga tonta, que te invito a otra cerveza. Vamos a aquella barra…’. Le cogí de la mano y me dejé llevar hasta la barra. Jeannette nos sirvió eficientemente dos cervezas e hizo el ademán seductor de llevarse la mano al escote para rebuscar en él la moneda con la que horas antes yo le había pagado. Cogí las cervezas y me largué. Leo me siguió, dejando un billete de 10 euros en la barra y gritándole a Jeannette: ‘¡Quédate con el cambio, guapa!’. Leo estaba enamorado de mí.