"...DÓNDE ENTRO SI ESTOY SOLA ..." * Lo DeMáS sOn PaLaBrAs tAn SoLo PaLaBrAs *

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿QUIÉN ES NORBERT HILL?

(Opcional para escuchar mientras leeis --> http://www.youtube.com/watch?v=rJNInqZG2XI)


La noticia impactó en su cerebro como si de una bala se tratara. Su estómago y su corazón se encogieron sobre sí mismos y las piernas le flojearon. Se tuvo que sentar, aún con el teléfono móvil pegado a su oreja, mientras sentía cómo sus ojos se humedecían lentamente. La habitación empezó a girar a su alrededor, todo era difuso e irreal. Le parecía que de un momento a otro iba a perder el conocimiento… Se dejó caer hacia delante y reposó su cabeza entre las manos. La voz de su hermano diciéndole acongojado que su padre había muerto de un infarto aquella misma mañana, retumbaba como un eco macabro. Sentía nauseas. ¿Por qué? Su padre estaba delicado del corazón, lo sabía, pero estaba ya jubilado y llevaba una vida tranquila a las afueras de un pequeño pueblo. De pronto, pensó en su madre. ¡Pobrecilla! No podía quedarse ahí sentada lloriqueando, lamentándose y buscando absurdas respuestas a algo que ya no tenía solución. Debía vestirse rápidamente e ir a la casa de sus padres, allí podría dar consuelo a su madre, o encontrarlo ella misma en su hermano y en el resto de familiares que a estas horas ya debían estar allí…

No tardó en llegar y sorprenderse de que no hubiera coches aparcados en la puerta. Corrió por el caminito de piedras que llevaba a su casa, cómo tantas veces lo había hecho de niña y abrió de un empujón, sabiendo que su madre siempre dejaba la puerta abierta. En la casa reinaba un silencio sobrecogedor. ¿Mamá?, gritó. No obtuvo respuesta. ¿Dónde están todos? Las luces estaban apagadas y todo estaba en orden. Se adentró por el pasillo abriendo con cuidado todas las puertas y echando un vistazo a cada estancia. Solamente silencio y calma. Subió las escaleras que llevaban a los dormitorios, pero allí tampoco había nadie. Se acercó entonces a las escaleras que llevaban a la buhardilla y le pareció oír un leve gemido. ¿Mamá, estás ahí?, dijo casi susurrando. Sigilosamente, subió el último tramo de escaleras y asomó su cabeza por la buhardilla. Entre todo el polvo y la oscuridad que allí reinaba, le pareció ver a alguien, ovillado en un rincón. Se acercó y con cuidado posó su mano sobre el hombro de la figura que gemía: era su madre. Estaba sentada en el suelo y entre sus manos y a su alrededor un montón de sobres y cartas viejos, escritos todos con una misma caligrafía. ¿Qué es todo esto Mamá? La mujer no reaccionaba, solamente salía de sus labios un ligero sollozo. ¿Dónde han llevado a Papá? ¿Mamá? ¿Dónde están todos? Nada. Entonces se sentó junto a su madre y empezó a recoger las cartas que estaban desparramadas por el suelo. Echó un vistazo rápido, pensando que serían cartas que su padre había enviado a su madre, hacía ya muchos años, y ésta estaba rememorando tiempos pasados tras el trágico suceso… Pero enseguida algo captó su atención. Todas y cada una de las cartas estaban firmadas por alguien de quién ella jamás había oído hablar. Y algunas estaban mataselladas de hacía pocos años… incluso pocos meses. ¿Mamá, quién es Norbert Hill?, preguntó angustiada. La madre por fin reaccionó, quizás al oír ese nombre de labios de su hija. Se incorporó y susurró: Te lo explicaré todo de camino al tanatorio. Vamos, ya están todos allí…

Aquella mañana su madre había salido a comprar, como casi todas las mañanas, dejando a su padre al cuidado de la casa. Solamente pensaba pasar un par de horas fuera. Raramente la pareja recibía visitas, y mucho menos de forma inesperada. Pero en mitad del tranquilo silencio que rodeaba la casita, tintineó el alegre sonido del timbre. El hombre dejó el periódico en la mesa y se levantó del sofá pesadamente y con pasos cortos se dirigió por el pasillo de madera hacia la puerta. A través del vidrio ahumado pudo distinguir la figura de un hombre pequeño, como encorvado hacia un lado. Sorprendido, abrió con cuidado, asomando media cabeza por la pequeña abertura de la puerta. Cuando sus ojos se cruzaron con los del hombre que estaba de pie frente a su casa, su corazón se paralizó. Aquella visión horrible se le quedaría grabada en la memoria, de hecho, esa imagen sería su último pensamiento antes de morir fulminado por un infarto. Su ya delicado corazón no pudo soportar el enfrentamiento con aquel rostro, que jamás antes había visto, pero que tan bien había reconocido. Las deformidades de la cara, las cicatrices que le desfiguraban el rostro de aquella forma monstruosa... Pero, ¿a qué venía? ¿Por qué había vuelto? ¿Por qué ahora? Mientras el hombre yacía tumbado sin vida en el portal de su casa, ya ninguna de estas preguntas tenían importancia.

Nobert Hill había pasado muchos años de su juventud sirviendo como soldado en el ejército. Había luchado en enfrentamientos menores, pero no fue hasta que cumplió los 26 años cuando tuvo que partir a una guerra de verdad, dejando sola en su pueblo natal a su esposa recién embarazada. Desgraciadamente para ella, Norbert jamás volvió de aquella maldita guerra... Sus cartas semanales se habían ido espaciando los últimos meses y las noticias que llegaban por televisión no eran demasiado esperanzadoras. Su esposa, cuidando de la pequeña de casi un año, esperó el regreso de Norbert hasta que no le quedó más remedio, por el bien de la familia, que casarse con otro joven del pueblo, al que con el tiempo había llegado incluso a amar. Ella no había dejado de escribirle de forma periódica, relatándole el nacimiento de su hija y él día a día con la niña. Pero en su última carta no le había quedado más remedio que anunciarle la noticia de su inminente boda. Después de esto, la mujer, no volvió a recibir noticia alguna sobre Norbert.

Receloso del fantasma de Nobert Hill, y sabedor de que su mujer seguía enamorada de él, el marido, interceptó, leyó y guardó con sumo cuidado, todas y cada una de las cartas que el joven soldado había escrito tras la boda. Así fue como supo de la desgracia de Nobert, de las heridas de guerra que habían deformado su cara y fue testigo del sufrimiento del muchacho al darse cuenta, con el tiempo, que había perdido a su amada y a su hija. En muchas ocasiones Norbert preguntaba si las podía ir a visitar, deseaba tanto conocer a su hija y volver a verla a ella… pero al no recibir jamás una repuesta, asumió que la deformidad de su rostro era una barrera demasiado alta para el humilde amor.

A sus casi 70 años y sintiendo su muerte cerca, Norbert reunió fuerzas aquella mañana para dirigirse a la casa dónde sabía que vivía la única mujer a la que había amado, madre de su única hija. Dudó unos minutos antes de llamar al timbre, pero finalmente lo hizo. Le abrió la puerta un hombre de aspecto cansado y débil. Cruzaron sus miradas durante unos segundos y ya todo estaba dicho. De pronto, el hombre débil se llevó la mano al pecho, abrió los ojos en expresión de sorpresa, para enseguida cerrarlos apretadamente en un gesto de dolor insoportable. Después de eso, cayó desplomado sin vida a los pies de Norbert. Este, desconcertado y espantado dio un paso atrás. A su alrededor solamente silencio. Temblando, buscó una pequeña cartera que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y sacó de dentro una fotografía arrugada y vieja. La dejó en el suelo, al lado del cuerpo sin vida del marido y se alejó corriendo por entre los matorrales que bordeaban el camino, cubriendo su rostro con un gorro. En la fotografía se podía ver a una pareja de jóvenes sonrientes y abrazados: una muchacha embarazada y un apuesto soldado.