"...DÓNDE ENTRO SI ESTOY SOLA ..." * Lo DeMáS sOn PaLaBrAs tAn SoLo PaLaBrAs *

domingo, 17 de octubre de 2010

GUADALUPE

(Opcional: para escuchar mientras leeis --> http://www.youtube.com/watch?v=7yKNyrI3hbg)


No era un trabajo agradable, pero alguien lo tenía que hacer, y a Lupe la vida tampoco le había dado dónde escoger. Cansada, entrada en años, profundamente religiosa, viuda desde hacía ya, sin hijos e inmigrante, a Lupe solamente le quedaban en la vida dos posesiones y una esperanza...

La cárcel había sido su segundo hogar, pues había pasado allí más horas que en su propia casa. Creció entre los fríos e impersonales muros que separaban de la libertad lo que quedaba de las vidas de aquellos presos, sintiéndose en innumerables ocasiones, tan presa como ellos de su propio destino. ¿Pues qué diferencia había entre pasarse la vida limpiando los baños y los suelos de aquel infierno en la tierra durante 12 horas diarias para luego volver junto a un marido al que había dejado de amar hacía mucho tiempo, en un país que le negaba prácticamente cualquier derecho como ciudadana por el simple hecho de ser Mejicana y la cárcel? Destinada Lupe a la sección 6.14, o lo que vulgarmente era conocido como el corredor de la muerte, la respuesta a su pregunta resonaba incansable en su cabeza: al menos aquellos presos sabían que su sufrimiento tenía un fin y que, afortunadamente, ese fin estaba cerca.

La muerte se le antojaba a Lupe cómo un dulce regalo que hubiera aceptado gustosa. De no haber sido educada en la imperativa creencia de que su vida no le pertenecía a ella, sino a Dios, y de que era una imperdonable ofensa el mero hecho de pensar en ponerle fin, Lupe no lo hubiera dudado. Pero en lugar de eso, se aferraba a su medalla de Nuestra Señora de Guadalupe, su primera posesión, regalo de su madre el día que tomó la primera comunión, y le imploraba que se la llevara con ella lo antes posible. El valor le falló las veces que pensó en buscar la muerte de forma indirecta, atentando contra la vida de su marido, y esperando que fuera la justicia de aquel país extranjero la que la juzgase por su atroz crimen.

Pero no era solamente el profundo rechazo a la vida que le había tocado vivir lo que hacía brotar del pecho de Lupe aquel enorme deseo de morir. Para Lupe la muerte no representaba únicamente el fin de la existencia que conocía, sino, quizás el inicio de una existencia nueva y mejor.

Ella nunca sabía cuál era el crimen ni la sentencia. No sabía el nombre de los presos, ni la edad, ni cuánto tiempo iban a permanecer en la celda hasta que llegara su hora. Ella solamente limpiaba el suelo y los baños, y tras las ejecuciones, si los familiares del muerto no reclamaban sus pertenencias (cosa que sucedía en contadas ocasiones) las recogía de la celda y las tiraba a la basura. Por lo general, tabaco, viejas fotografías y libros de bolsillo, constituían los pequeños grandes tesoros de aquellos hombres que habían dejado de existir para siempre. Durante las primeras semanas, Lupe utilizaba aquello retales sin dueño para recomponer mentalmente las vidas de los presos desaparecidos, pero eso le hacía sentir un profundo dolor de pérdida y enseguida se obligó a dejar de hacerlo. Era mucho más fácil no saber absolutamente nada de ellos. La política era my estricta, y ella no podía tener contacto alguno con los presos, de hecho, la entrada de mujeres en la zona estaba totalmente restringida, pero habría sido mucho más caro pagar a un hombre para que hiciera su trabajo.

Una mañana cualquiera, hace ya unos cuantos años, Lupe cruzó por primera y última vez su mirada con la de un preso, el de la celda 33. Quizás por ser la primera vez que lo hacía, quizás porque Lupe no había mirado a los ojos más que a un hombre en toda su vida y siempre lo había hecho con asco y con miedo, aquel efímero encuentro, que no podía significar nada más que una mala jugada del destino, revivió en Lupe sentimientos enterrados, olvidados o tal vez inexistentes hasta entonces. Era como si esos ojos, marrones, infantiles y enormes, la comprendieran en silencio, ofreciéndole el calor y el consuelo que solamente el amor más puro puede ofrecer. ¿Inocente o culpable? Lupe solamente conocía una verdad sobre aquel hombre que la había mirado más directa y profundamente de lo que nunca nadie había hecho jamás, y era que estaba a punto de ser ejecutado.

Lupe pidió por el alma de aquel hombre a Nuestra Señora de Guadalupe mientras iba recogiendo de las estanterías de la celda sus pertenencias: pocas y similares a las del resto de presos. Lupe no quiso dejarse ablandar por lo que aquella mirada le había hecho sentir y se esforzó en no prestar atención ni a las fotografías ni a los montones de papeles escritos, que por otro lado, tampoco entendía, pues estaban en inglés, y ella tenía bastantes dificultades incluso para leer en castellano. Metió todas aquellas cosas en una gran bolsa negra de plástico y se sentó al borde de la cama a descansar un minuto. De pronto, vio los ojos de aquel hombre reflejados en la pared de ladrillo y por primera vez se percató de que justo a un lado, medio escondida por una delgada y mugrienta almohada había una pequeña cavidad en el muro. Así es como Lupe encontró su segunda posesión, una pequeña hoja de papel meticulosamente doblada, con un largo teto en inglés y en dónde se podía leer, en la parte de fuera, con la misma caligrafía que el resto de los escritos que acababa de meter en la bolsa: PARA GUADALUPE.

Muchos años llevó Lupe ese pequeño papel doblado en su bolsillo, hasta que un buen día alguien se lo pudo traducir, descubriendo así la tortuosa confesión del preso, que en su día había quedado prendado de Lupe. El hombre, confesándose inocente del crimen del que se le acusaba, conocedor de su macabro destino y profeso de una implacable fe religiosa, entregó a Lupe el mayor de los regalos que se puede entregar a un ser humano: la esperanza de creer que tras la vida terrenal que tantas cosas le había negado, habría un lugar mejor en dónde alguien la estaría esperando para siempre.